Encapuchada

Hay palabras que son difíciles. Tal vez porque no sabemos bien qué quieren decir, o, por el contrario, porque sabemos muy bien lo que quieren decir. Algo así sucede con Resistencia. Resistir como categoría política, tiene un marco conceptual muy delimitado: desde Gramsci en adelante, la resistencia ha sido vista por las Ciencias Sociales como las posibilidades de los grupos subalternos por disputar la hegemonía política, cultural, económica, entre otras. Su uso, fundamentalmente en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta en América Latina fue utilizada también como sinónimo de” violencia justa” (Hinner, 2015) y, en el imaginario colectivo, reconoce una figura particular: el hombre-militante.

En los últimos treinta años, las investigaciones -encabezadas, principalmente por mujeres- han complementado esta figura clásica asociada a la resistencia, con la de la mujer-militante (Troncoso, 2020) y el vínculo entre memoria histórica y género. Y desde los feminismos ha sido posible tejer las historias de resistencias desde marcos analíticos situados, que reconozcan las historias de vida, las historias minúsculas, las solidaridades y los afectos como espacios de resistencia a la Dictadura cívico-militar en Chile.

Las dos imágenes que elicitan este diálogo colectivo, me invitan precisamente a eso: a desconfigurar la representación de la resistencia en Dictadura para imaginar los cuerpos resistentes con capucha y perlas. Con gritos y en silencios. De faldas y pantalones. Con carteras y con morrales. Y a desterritorializar su emergencia para pensar en resistencias vívidas, pasadas y recientes. Con banderas chilenas, mapuche y de disidencias sexogenéricas. A pensar en la resistencia como un acto ético-político encuerpado.